domingo, 20 de mayo de 2018

El hijo del mal.

Duele. Duele por dentro del dentro
donde siempre es noche cerrada
y el suelo un desierto.

Un desierto que crece hacia afuera
que sale por mi piel y me vuelve grava,
otras veces, me vuelve arena
y ni yo mismo sé mantenerme  estable.

Tengo un roto en mis dos tobillos
que se abren cada vez que te observo triunfante
por dejarme desarmado y de rodillas.
Eres capaz de ponerme a la altura del mismo suelo,
esperando a que la arena se transforme en tierra fértil
con la que mancharnos las manos,
esperando a echar raíces
para que así no duela por dentro del dentro
ni tampoco por fuera.

Cuánto desastre más me cabe en la boca,
si me regaño porque parece que no he tragado suficiente
y mi yo angustiado me pide más,
más desastre,
más fiesta en esta aridez continua,
más bailes en mitad de una reyerta,
más carreras sin meta.

¿Cuánto?

Cuanto más mejor,
mas errores que borrar con la punta de los dedos,
más pesadillas en las que quedarme dormido
porque no estás a mi lado,
más dolor anestésico, que la felicidad sin ti es una farsa.

Un día me dijiste que era la cosa más bonita que te ha pasado nunca,
te equivocabas,
soy el peor de todos tus males
lo sé porque soy el peor de todos los míos,
pero este mal se muere de ganas de hacerte el bien,
a todas horas, en todas las esquinas,
montando en la pena más grande
o cubriéndote con la alegría más amena.

Este mal que soy yo,
es capaz de volverse bueno
por ti.


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